viernes, 27 de enero de 2012

ES DE JUSTICIA

La sentencia en el juicio de Marta del Castillo se ha convertido en portada de todos los medios informativos. Cuando, como sucede e estos momentos, se vuelve a abrir la herida de un crimen y aparecen los familiares de la víctima reclamando justicia, todos nos sentimos sensibilizados con el dolor de esas personas y nos ponemos fácilmente en su lugar y nos solidarizamos con sus demandas y reivindicaciones.
            ¿Cómo es posible que pueda suceder esto? ¿Cómo pueden escapar del brazo de la ley de manera tan impune quienes, al menos presuntamente, han intervenido en un delito de tan indignantes características?  Y, entonces, aunque cueste trabajo, esfuerzo y una dosis casi sobrehumana de racionalidad, es cuando habría que poner nuestra confianza en el funcionamiento objetivo e imparcial de nuestro sistema jurídico y meditar si, en el fondo de nuestro corazón, más que justicia reclamamos venganza.
            Muchas veces me he planteado si, cuando exigimos la revisión de las condenas, la modificación de la ley del menor o cualquier otro aspecto relacionado con este tema estamos sinceramente preocupados por conseguir una mejora del Código Penal que se ajuste al equilibrio que debe existir entre delito y pena o lo que pretendemos, en realidad, es un regreso a la tristemente famosa ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente.
            Sería una pena que tras tantos siglos de evolución del pensamiento humano, de tantas conquistas sociales y políticas, de la superación de indignantes situaciones de opresión y esclavitud, de la lucha denodada por conseguir la auténtica dignidad del hombre, de haber conseguido que la ley se impusiera a la fuerza, hoy, en pleno siglo XXI, una sociedad moderna y democrática, como la nuestra, pretendiera anular todos esos avances  y convertir las salas de los juzgados en un mero procedimiento ratificador  de lo que demanda la enardecida masa popular.
            Está más que demostrado que un agravamiento de las condenas puede que ayude a calmar la sed de venganza de las víctimas, pero nunca, aunque lo parezca, reducirá el dolor y el daño causado por el delito. Llevado esto a sus últimas consecuencias podría afirmarse que la condena a muerte de un asesino puede que tranquilice la ira, el odio o el rencor de quienes se sienten afectados por su crimen pero nunca devolverá la vida del asesinado ni evitará la pena a sus familiares. Lo único cierto es que tendremos un muerto más.
            Por eso, como hombre y  mujeres que viven en una sociedad civilizada y democrática, debemos poner todo nuestro empeño por conseguir que quienes tienen la responsabilidad de administrar justicia lo hagan desde la más absoluta integridad y que nuestras leyes se ajusten a lo que es de derecho. Pero hemos de hacerlo desde la frialdad y desde el raciocinio y no desde la emoción y el resentimiento, porque quien hoy es familiar de una víctima puede que mañana lo sea de un delincuente.


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