domingo, 20 de noviembre de 2011

JORNADA DE REFLEXIÓN

Pocas veces, quizás ninguna, habrá habido un campaña electoral que despierte menos el interés de los ciudadanos. Pocas veces, quizás ninguna, hayan existido unos candidatos tan prosaicos, mediocres y reiterativos, hasta casi el hartazgo, en sus propuestas. Pocas veces, quizás ninguna, el pueblo haya estado menos preocupado por lo que se decantará en las urnas, a sabiendas de que, pase lo que pase, el futuro depende más de Bruselas que de Madrid. Pocas veces, quizás ninguna, la apatía y la desgana se hayan apoderado de la voluntad popular como en los momentos actuales.

Cuando el paro aumenta tan inexorablemente como la dichosa prima de riesgo; cuando las hipotecas engullen, como monstruos desaforados, las débiles economías domésticas; cuando la subsistencia se ha convertido en el primer problema que hay que solucionar cada mañana; cuando, cada día, las portadas de los periódicos anuncian que el futuro que nos espera es mucho peor que el ayer que hemos vivido, entonces, como diría Rafael Alberti “Las palabras [...] no sirven son palabras. Manifiestos, artículos, comentarios, discursos, humaredas perdidas, neblinas estampadas, qué dolor de papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua”.

Probablemente hubiera sido ésta la mejor ocasión que nos brindaba nuestra historia reciente para que los políticos le demostrasen a la ciudadanía que, por encima de intereses partidistas y, sobre todo, muy por encima de beneficios personales y de prebendas, lo que les preocupaba de verdad era solucionar esta maldita crisis. Pero no, no han sido capaces de tener esa altura de miras y esa generosidad que, como el valor al militar, se le presupone al que se autodenomina “servidor de la patria”.

Y, otra vez, han vuelto a las andadas de buscar la paja en el ojo ajeno, en lugar de dedicarse a curar el ojo; a tirarse los trastos a la cabeza cuando lo que se esperaba de ellos es que arreglasen la habitación; a convertir los debates en una sarta de falacias, en vez de aprovecharlos para contrastar soluciones, expresar ideas y darnos a conocer sus propuestas para salir adelante en esta situación tan desalentadora en la que nos encontramos. Y esto provoca una progresiva decepción en el votante; una suspicacia sobre las verdaderas intenciones que se esconden tras el lema enarbolado durante la campaña; una inevitable incredulidad en cuanto al cumplimiento de las promesas redactadas en los respectivos programas; una sensación de que, ante todo esto, no cabe otra actitud más que el estoicismo latino o el fatalismo musulmán (que, tanto de uno como de otro, somos los andaluces expertos).



Casualmente, estos días, he estado leyendo un libro autobiográfico del Premio Nobel de Literatura del pasado año, Mario Vargas Llosa. El libro se titula El pez en el agua y de él quiero entresacar lo siguiente: “La política real, no aquella que se lee y escribe, se piensa y se imagina […], la que se vive y practica cada día, tiene poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación, con […] la sociedad ideal que quisiéramos construir y, para decirlo con crudeza, con la generosidad, la solidaridad y el idealismo. Está hecha casi exclusivamente de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares. Porque al político profesional, sea de centro, de izquierda o de derecha, lo que en verdad lo moviliza, excita y mantiene en actividad es el poder: llegar a él, quedarse en él o volver a ocuparlo cuanto antes”.

Puedo asegurarles que, desde que leí estas palabras, siento en mi interior una especie de zozobra y desasosiego cuando me pongo a pensar qué papeleta voy a echar dentro de la urna, porque está claro que no quiero que mi voto sea inútil, pero mucho menos quiero que sirva para darle el poder a los inútiles.