miércoles, 21 de agosto de 2013

Ayer, martes 20 de agosto, acabé mi tratamiento de Radioterapia, después de 39 sesiones con sus correspondientes viajes a Algeciras. En estos momentos, me siento al final de una etapa que parecía tan lejano allá por el mes de junio. Y me siento feliz por muchos motivos. Feliz, por haber superado estos meses tan duros y tan difíciles. Feliz, porque, depués de este tiempo, me encuentro muy bien tanto física como anímicamente. Feliz, porque he sentido cerca el cariño de mucha gente que ha estado a mi lado y se ha interesado por mi evolución. Feliz, porque la enfermedad me ha hecho tomar conciencia de mi debilidad y de mi fragilidad como persona y de la necesidad que tengo de sentir el aliento y la cercanía de los demás. Feliz, porque he podido discernir quiénes están ahí en las duras y en las maduras y quiénes son solo comparsas y personajes secundarios en el teatro de la vida.
Gracias a todos, a los presentes y a los ausentes; a los constantes y a los discontinuos, en incluso a los esporádicos; a los cercanos y a los lejanos; a los jóvenes y a los viejos; a los de toda la vida y a los más recientes.
Gracias a mi familia, sois mi mayor tesoro. Ya lo sabía pero, en esta ocasión, me lo habéis vuelto a demostrar. Y, sobre todo, gracias a Nati, siempre ahí, como María, al pie de la cruz, sin fallar y sin desfallecer. Animando, alegrando, acompañando... Puede resultar paradójico pero la enfermedad nos ha hecho unirnos más como pareja. Tantos viajes diarios a Algeciras han servido para regalarnos muchas horas de intimidad y de la famosa "soledad de dos en compañía". ¡Cuánto tiempo para hablar, proyectar, recordar, reír, llorar y... rezar!
Como dice la frase tópica, hoy es el primer día del resto de mi vida. No sé cuánto durará. Pero, acaso ¿alguien lo sabe?

sábado, 17 de agosto de 2013

EL VALOR DE LA VERDAD


Según los más elementales tratados de lógica la falacia es cualquier forma de argumentación que encierra errores o persigue fines espurios. 
Esta definición, claramente muy genérica, hace que con el término falacia se pueda clasificar una gran y variada cantidad de este tipo de razonamientos basados fundamentalmente en el engaño. Por eso, voy a dedicar estas líneas a hablar de aquellos falsos argumentos que se emplean intencionadamente para engañar o desviar la atención. Y más en concreto, de aquella falacia que consiste en desacreditar una opinión  o un testimonio por la condición social o el desprestigio moral que pueda tener ante los ciudadanos quien lo realiza.
Todos hemos visto, en alguna ocasión, la consabida escena de una película en la que, en medio de un juicio, determinado abogado o fiscal se dirige al jurado para decirle: "¿Cómo vamos a creer lo que nos dice el testigo cuando todos sabemos que ha estado en la cárcel?" o bien: "¿Podemos darle crédito a las palabras de esta señorita que, es más que conocido,  ejerce la profesión más antigua del mundo?" Es decir, que ser prostituta te invalida automáticamente para poder decir la verdad o tener antecedentes penales te convierte en mentiroso oficial.
Esta falacia, tan conocida y tan utilizada, se ha vuelto a poner de moda en la actualidad gracias al mundo de la política. No se trata de encontrar argumentos para invalidar o contrarrestar las opiniones del adversario sino de desacreditar dichas opiniones buscando algún dato biográfico o alguna metedura de pata del oponente para demostrar falazmente su error.
Hablemos del caso Bárcenas. Como es lógico, no voy a ser yo quien aclare lo que se esconde tras tan enrevesados conflictos y tras la maraña de declaraciones, documentos y cuentas bancarias. Quiero solo referirme a cómo se está utilizando la falacia para convencer a los ciudadanos de la inocencia del señor presidente del gobierno y de la culpabilidad del extesorero del Partido Popular.
Una falacia que nos pone en la disyuntiva de creer a todo un presidente o a un presunto delincuente. Está claro que yo no sé quién es culpable o no en este caso. Pero también está muy claro que nunca puede ser un argumento para imputar o exonerar a alguien de un delito su posición social o su trayectoria profesional. Más de una vez la historia nos ha dado casos en los que se demuestra que esto no es así. 
Por eso, me indigna que se intente trasladar a la sociedad esa falsa argumentación; que se pretenda hacernos creer que los presidentes no mienten y que los que están en la cárcel son unos mentirosos; que se nos insista en hacernos comulgar con la rueda de molino de que la verdad solo puede estar en boca de determinadas personas, mientras que otras están invalidadas de por vida para decirla.
Yo no sé quién dice la verdad, como no la sabe la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos. Pero tampoco estoy dispuesto a que, desde el poder, me digan a quién tengo que creer y más, cuando lo hacen utilizando medios y recursos falaces.
Como escribió Antonio Machado en su libro Juan de Mairena: "La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero."

lunes, 5 de agosto de 2013

SE EQUIVOCÓ LA PALOMA

De un tiempo a esta parte parece que la cantinela de cuantos son inculpados en algún asunto turbio es echar mano de la consabida expresión "me equivoqué".
Empezó nuestro monarca, cuando aquello de la desgraciada cacería de elefantes en un país con nombre de reino de fantasía en una película de Disney. Y, a partir de ese momento, como viendo una rendija abierta a la exculpación o a la excusa perfecta, se fueron lanzando por la misma todos cuantos, por una u otra razón, aparecían implicados en actividades consideradas, al menos, paradelictivas. El último en hacerlo ha sido el señor Rajoy a la hora de intentar aclarar su implicación en el tan cacareado asunto Bárcenas.
Ya está, se decía o le decían sus asesores legales, tú dí que te has equivocado y, como "errare humanum est" o dicho de forma más coloquial "el que tiene boca, se equivoca", pues asunto concluído. A ver quién en esta vida no ha cometido un error.
Y hasta ahí, todo correcto. Cierto es que evidentemente nadie puede alardear de no haber metido la pata en alguna que otra ocasión. Pero a este silogismo le falta una segunda premisa, sin la cual, el razonamiento deja de tener sentido: toda equivocación conlleva unas consecuencias que hay que pagar. Porque de no ser así las cárceles estarían vacías. Mire usted, señor juez, que yo no he matado a nadie es que me equivoqué y apreté con el dedo donde no debía y, claro, la bala salió disparada, pero sin querer.
¿Se imaginan ustedes si las negligencias profesionales o los errores de praxis médica quedaran zanjados con un simple reconocimiento de culpa por parte del facultativo correspondiente? Tiene usted, razón, señora, le he amputado a su marido la pierna que no era, pero, qué quiere usted, me equivoqué, caramba. A partir de ahora todos los ciudadanos, a imitación de nuestros políticos, podríamos zanjar nuestras discrepancias con la Administración utilizando la justificación del error involuntario y, como a ellos, esperar que no nos pase nada. Que te para un control de Tráfico y, al hacerte la prueba de la ingestión de alcohol, ésta da positivo, pues nada, señor agente, es que me equivoqué de botella y creí que estaba bebiendo cerveza 0,0. Que te quieren cobrar el IBI con recargo por haber pasado el plazo reglamentario, ¡me cachis! me equivoqué de fecha. Que Hacienda quiere revisar tu declaración del año anterior por no ajustarse a los datos que obran en su poder, ¡por Dios! es que me hice un lío con eso de sumar y restar y está visto que me equivoqué. Y así sucesivamente...
Sin embargo todos sabemos que no será así y que solo ellos, esa casta superior con privilegios ante la ley, que hacen y deshacen a su antojo, podrán argumentar el lapsus o el despiste como justificación de sus hechos sin que se derive de ello ninguna responsabilidad ni tengan que pagar ningún coste. Y, encima, adoptando una actitud de falsa honorabilidad calderoniana, de dignidad herida y sacando pecho, porque han sido capaces de reconocer públicamente su error, como si ése no fuera el primer requisito que se le supone a quien ostenta un cargo público: la honradez. 
Ya lo afirmaba y lo recreaba poéticamente nuestro Rafael Alberti. Aunque en ese caso, el asunto podía entenderse y hasta justificarse: se equivocaba una paloma y no todo un presidente del gobierno.