"HE COMPETIDO EN LA NOBLE COMPETICIÓN, HE LLEGADO HASTA LA META"
“He
competido en la noble competición. He llegado hasta la meta”. Esta frase de
Pablo de Tarso podría aplicarse a cada uno de los que hoy celebramos el final
de nuestra etapa laboral.
Miramos al pasado y nos parece
mentira lo pronto que han pasado todos estos años dedicados a nuestra querida
vocación: la enseñanza. A veces, nos encontramos por la calle a algunos de
aquellos primeros alumnos y nos cuesta trabajo aceptar que aquella señora o
aquel señor que tenemos ante nuestros ojos, hayan sido alguna vez esos niños o jóvenes que
se sentaban en el pupitre y a los que intentábamos adentrar en los secretos de
nuestra asignatura.
Y ahora decimos adiós a todo eso.
Decimos adiós a toda una vida entre pizarras, tizas, libros de textos,
exámenes, evaluaciones, boletines de notas… Y en estos momentos se mezclan
muchas emociones y sentimientos contradictorios. Sentimos añoranza por ese
tiempo que se nos fue casi sin darnos cuenta y que jamás volveremos a
recuperar; sentimos contrariedad por aquellos proyectos que planeamos y, por
las razones que sean, nunca pudimos realizar; sentimos melancolía por aquellos
compañeros que se fueron quedando en el camino, por aquellos alumnos que nos
dejaron marcada su huella, por aquellos momentos en los que vivimos con
intensidad lo más bonito de nuestra profesión: el éxito de nuestros alumnos.
Pero también sentimos alegría por
haber llegado hasta aquí, por haber sido capaces de alcanzar esa meta de la que
hablábamos al comienzo; sentimos satisfacción por el deber cumplido, por el
trabajo bien hecho, por la dedicación constante y sentimos un lógico orgullo
por haber trabajado en una de las profesiones más dignas e ilusionantes que
existen. Es verdad que muchas veces incomprendida, en otras no apreciada y, en
más de lo que sería justo, denostada.
Cierto es que no existe el profesor
perfecto, como tampoco existe la perfección en ninguna de las actividades que
realizamos los seres humanos. Pero los años de experiencia profesional me han
demostrado que, salvo muy escasas excepciones, el profesor es un excelente
profesional cuyo objetivo prioritario es procurar lo mejor para sus alumnos. Lo
mejor en formación cultural pero también, y eso es lo más importante, lo mejor
en valores.
Decía hace ahora una semana Elías
Py, uno de los compañeros que hoy se jubilan, en unas declaraciones a un medio
de comunicación que siempre la profesión de maestro ha sido necesaria pero que,
actualmente, resulta imprescindible. En una sociedad tan materialista, tan
desigual, en la que el paro juvenil alcanza cifras escandalosas y los jóvenes
se angustian ante el futuro tan poco prometedor que les aguarda, es
verdaderamente imprescindible recuperar esos valores de justicia social, de
solidaridad y de compromiso por transformar el mundo que nos ha tocado vivir. Y
ahí la escuela y sus profesionales tienen una gran tarea que cumplir y un
apasionante reto que lograr.
Muchas veces la sociedad olvida un
hecho fundamental e incontrovertible: la cultura nos hace libres. Hablamos
mucho de libertad, se nos llena la boca de grandes palabras y no caemos en la
cuenta de que el principio básico para conseguir hacerlas realidad es ser
cultos.
Contaba
mi abuela paterna, que se llamaba Ramona y era una campesina analfabeta, nacida
en Morón, que, cuando ella era pequeña recordaba cómo, cuando había elecciones,
los señoritos de los cortijos les daban a sus trabajadores la papeleta con el
voto y un duro de plata. De esa manera tan burda compraban su ignorancia. Desde
que entré por primera vez en un aula me hice la firme promesa de que a ninguno
de mis alumnos nadie le comprara su voluntad por un miserable duro y para ello
había que convencerlos e ilusionarlos en que adquirir cultura y formación era
la mejor conquista que podían alcanzar.
Y puedo asegurarles que yo no soy
ninguna excepción y que ese ha sido el mismo objetivo que cada profesor o
profesora se ha propuesto a lo largo de su vida y se seguirá proponiendo.
Cambiarán los tiempos, los partidos políticos, los sistemas educativos, pero
siempre habrá en cada aula de este país y del mundo, un profesional preparado,
animoso y lleno de ilusión por hacer bien su trabajo y conseguir que sus
alumnos saquen al exterior lo mejor que cada uno de ellos lleve dentro.
Emilio Flor lo sabe muy bien pues
para ello es un experto en el latín. Educar, según su significado etimológico,
significa “sacar fuera”, hacer que todas esas cualidades que las personas
tenemos se manifiesten, sacar lo mejor de cada uno, hacernos un poquito mejores
cada día. No me digan que no es una tarea apasionante e ilusionante y que
merece que toda la sociedad la apoye, la valore, la mime y la dignifique.
Nosotros, los que nos vamos, no lo disfrutaremos en primera persona porque ya
no estaremos a pie de obra, pero los que se quedan, los profesores jóvenes que
han iniciado hace más o menos tiempo su andadura en los centros educativos, lo
necesitan. Necesitan que vosotros, padres y madres, estéis a su lado,
comprendáis su trabajo y valoréis ante vuestros hijos la labor que, día a día,
ellos realizan.
Me gustaría acabar estas palabras
tomando prestada la letra de una canción que se llama “Luz de septiembre” y que
es un sencillo homenaje al maestro jubilado. Su autor es Daniel Altamirano y
creo que es un bonito remate poético a esta sencilla intervención que he
realizado en nombre de mis compañeros a los que, desde aquí, agradezco la
deferencia y la confianza que han depositado en mí para convertirme en su
portavoz, lo que para mí ha sido un honor y una satisfacción.
Lo imagino
rodeado de palomas muy blancas,
caminando despacio, pensativo tal vez.
Con un libro en las manos, sereno y solitario,
jubilado y humilde como siempre lo fue.
A su lado, mi
alma descifró tantos signos,
modulé, deletreando, la palabra DEBER.
Y crecí desde adentro hacia todos los rumbos,
y me fui por el mundo con sus libros de fe.
Era niño, el
asombro de la vida en mis ojos,
yo traía el deseo de saber, de aprender.
Observando su rostro, su actitud ante el mundo,
la palabra JUSTICIA se hizo carne y raíz de mi ser.
Hoy resulta que vuelvo hacia atrás la mirada,
a la extensa distancia del tiempo en que partí,
aún le sigo escuchando, como un canto lejano:
"Haz el bien, canta y sueña, piensa y siembra el saber”.
Lo imagino rodeado de palomas muy blancas,
lo recuerda mi niño desde el hombre que soy.
Qué poquito homenaje para quien me dio tanto,
mi maestro, este canto le dedico yo a
usted.
Para usted, mi maestro, le dedico este canto,
la canción más hermosa que ha nacido en mí.
La canción, son los años de niño adolescente,
de libros y deberes, de tizas y de ilusión.