Nunca
hablé mal de nadie en mis escritos.
A
no ser del político arribista
que,
tras el parapeto de unas siglas,
esconde
su cinismo
y
su indecente anhelo de poder.
Nunca
hablé mal de nadie en mis escritos.
Excepto
del banquero insaciable y avariento
que
aumenta sus ganancias anuales
a
costa del dinero del obrero
y
amasa su fortuna
con
la sangre de la gente más pobre y miserable.
Nunca
hablé mal de nadie en mis escritos.
Salvo
del militar condecorado
que
se cree salvador de nuestra historia,
elegido
por Dios para la muerte,
ángel
del exterminio de los pueblos
y
piensa que el sonido de las armas
es
más hermoso que el de las palabras.
Nunca
hablé mal de nadie en mis escritos.
Acaso
de los falsos eruditos
inmersos
en el nimbo,
aureolado
fanal de su sapiencia,
que
miran desde sus altas torres marfileñas,
donde
se aposentaron desde siempre,
al
resto de la torpe humanidad
que
tiene más preguntas que respuestas.
Nunca
hablé mal de nadie en mis escritos.
Quizá
de los soberbios prepotentes
que
abusan del carácter de los débiles
y
pisan con su suela de certeza
las
hormigas de dudas y misterios
y
sus ojos mirando al horizonte
ignoran
lo que a su lado está ocurriendo.
Nunca
hablé mal de nadie en mis escritos.
Puede
que de los jueces que se venden,
de
los traidores de mirada torva,
de
los falsos amigos, del que miente,
del
que te deja con cualquier excusa,
del
que jamás arriesga en la partida,
del
que no sabe qué es comprometerse.
Nunca
hablé mal de nadie en mis escritos.
Os
lo prometo.
Para
mí, esas gentes no son nadie.